
Desintegración semiótica del caballero de la noche
LITERATURA HONDUREÑA01/09/2025
oscar sierra pandolfiDesintegración semiótica del caballero de la noche
Melvin Salgado
Poeta, Narrador y Ensayista
I.
En el laberíntico palacio de los espejos que es la literatura posmoderna, ciertos artefactos culturales —iconos saturados de significado, pulidos por décadas de consumo masivo— son secuestrados y sometidos a una vivisección pública. Oscar Sierra Pandolfi, en la primera versión de su relato "Batman y sus negocios de sirviente de Tío Sam", no se limita a contar una historia; perpetrar un acto de terrorismo semiótico. Desmantela al Caballero Oscuro no con kriptonita, sino con las herramientas más corrosivas de nuestra era: la demencia senil, la obsolescencia programada y la complicidad burocrática. El resultado es un texto que, parafraseando a Italo Calvino en sus Seis Propuestas para el Próximo Milenio, opta por la multiplicidad sobre la unidad, tejiendo una red de conexiones vertiginosas entre el asilo, el Pentágono y la inmundicia de un estrellato caduco.
El relato de Pandolfi se erige como un “texto escribible” ( texte scriptible ) en el sentido más radical de Roland Barthes. Se nos niega el placer pasivo del “texto legible”, aquel que nos guía dócilmente hacia una conclusión predecible. En su lugar, el lector es arrojado a un torbellino de significativos dislocados. Batman no es simplemente un héroe retirado; es un palimpsesto de identidades contradictorias: paciente con alzhéimer, veterano con esquizofrenia diagnosticada por un médico del corp on Peace (una punzada irónica a la exportación de la ideología estadounidense), empresario oligopólico, actor sustituible por una plétora de “sucedáneos de pacotilla” y, finalmente, prisionero político. Esta fragmentación no es un mero capricho estilístico; es una estrategia que dinamiza el “horizonte de expectativas” del lector, como postularía Hans Robert Jauss. Esperamos la capa y la noche, y recibimos la camisa de fuerza y la celda oxidada. El mito se derrumba para revelar su andamiaje: un “bisne horrible para las cinematográficas” y un mecanismo para “maquillar los secretos del Estado”.
Aquí es donde la semiótica de Charles Morris nos ofrece un escalpelo analítico. Pandolfi opera una disociación brutal en las tres dimensiones del signo. Sintácticamente, la prosa es sincopada, un collage caótico de referencias que van desde Drácula hasta Félix el Gato, de Shakespeare a los Dukes of Hazard, creando una sintaxis del delirio que refleja la mente fracturada de su protagonista (y, por extensión, de la cultura que lo engendró). Semánticamente, el signo “Batman” está vaciado de su significado arquetípico —justicia, orden, heroísmo incorruptible— y relleno con significantes de decadencia y corrupción: “murciélago con anemia e hiperglicemia”, “carnada en el anzuelo de los intereses pletóricos de la casa blanca”. La relación signo-objeto es deliberadamente pervertida. Pero es en la dimensión pragmática —la relación de los signos con sus intérpretes— donde la obra alcanza su máxima virulencia. El efecto en el lector no es la catarsis, sino la desorientación y la complicidad. Se nos obliga a cuestionar nuestra propia recepción del icono, a reconocer que el Batman que consumimos es, quizás, una cortina de humo. Como confesaría el propio personaje en un momento de lúcida amargura: “Fui cómplice del sistema, colaborador de crímenes en medio Oriente”.
Esta disolución del héroe en un producto desechable y un agente de poder turbio resulta con una precisión escalofriante con la “modernidad líquida” de Zygmunt Bauman. Batman se convierte en la metáfora perfecta del individuo en una sociedad donde las identidades son fluidas, transitorias y, en última instancia, mercantiles. Su heroísmo, como cualquier otra mercancía, tiene una vida útil. Una vez que envejece y deja de ser rentable para la “gran pantalla”, es confinado, olvidado, su historia reescrita y su lugar ocupado por una versión más nueva, quizás “bellota, la chica superpoderosa en versión femenina”. La solidez del mito se licúa en una serie de castings, contratos y subastas públicas, donde sus posesiones icónicas son adquiridas a crédito por otros personajes de ficción. En este universo líquido, ni siquiera la memoria es sagrada; es una enfermedad, el síndrome de alzhéimer, un borrado de la base de datos que sustenta al personaje.
Desde una perspectiva psicolingüística, el texto funciona como una agresión controlada a nuestros procesos cognitivos de coherencia narrativa. La yuxtaposición de un lenguaje clínico (“hiperpatología”, “esquizofrenia”) con la jerga del entretenimiento (“castings”, “pantalla gigante”) y la conspiración política (“aparatos carnívoros que controlan la casa”) genera una disonancia cognitiva constante. Leemos frases que parecen salidas de un informe médico, una confesión de un agente de la CIA y un artículo de farándula, todo en el mismo párrafo. Esta “excoriación de las palabras”, como la describe el propio texto, nos obliga a un trabajo de decodificación que es, en sí mismo, una experiencia psicológica. No somos meros espectadores; somos los psiquiatras forenses intentando reconstruir una identidad a partir de sus restos verbales.
El relato ejecuta una pirueta final. Batman confiesa que su confesión podría ser otro engaño, una forma de “seguir engañando a los espectadores”. La ambigüedad se convierte en el estado permanente. ¿Es un prisionero arrepentido o un maestro manipulador que aún controla dictadores para el Tío Sam? La respuesta, nos sugiere el texto, es irrelevante. Lo que importa es la estructura misma del engaño. El verdadero villano no es el Joker, sino el sistema que puede fabricar un héroe, explotarlo como una “máquina de matar”, venderlo como un espectáculo global y luego descartarlo en un cubículo, todo mientras nos convence de que estamos viendo una lucha entre el bien y el mal. Al final, el aspecto psicológico más profundo es la revelación de nuestra propia credulidad. El Batman de Pandolfi no habita en la Ciudad Gótica de Washington; habita en el espacio liminal de nuestra conciencia, donde la ficción que consumimos para escapar de la realidad se revela como la herramienta más eficiente de esa misma realidad para controlarnos. Somos los lectores a los que el autor, con una sonrisa de guasón, se ha propuesto burlar. Y en esa burla, reside su verdad más inquietante.
II.
El "Lado B" del relato de Oscar Sierra Pandolfi sobre Batman no se presenta como una historia, sino como un artefacto forense. Es la transcripción de un colapso, un relatografo —para acuñar un término a la altura de su ambición— que no busca contar, sino desmantelar. Nos enfrentamos a un palimpsesto textual donde el Caballero de la Noche se somete a una electrólisis semiótica, una disolución que, al estilo de Pynchon, revela las paranoias subyacentes del poder global, y que, con la meticulosidad lúdica de Calvino, explora cada permutación de su decadencia. Analizar este fragmento exige desplazar la lectura tradicional, aquella que busca coherencia y desarrollo, para adoptar una hermenéutica de la fragmentación, una que cartografíe el caos a través de las lentes de la recepción, la semiótica, la sociología líquida y la psicopatología del símbolo.
El texto nos arroja de inmediato a un espacio post-autorial, un dominio quintaesencialmente barthesiano. La confesión de Batman, mediada por una "entrevista duplicada en 3 D, editada por la Columbia Facture", es una performance vaciada de origen. La pregunta por la verdad se anula ante la autorrevelación: "lo confesado solo sería una forma de seguir engañando a los espectadores". El autor, esa figura todopoderosa de la tradición, es aquí un fantasma invocado con displicencia: "Eso solo lo puede responder el que me inventó". Este gesto es la Muerte del Autor llevado a su conclusión lógica y cínica. Pandolfi no nos entrega un texto legible (lisible) para ser consumido pasivamente, sino uno escribible (scriptible), un bricolaje de datos biográficos absurdos ("País de origen: baticano. Procedente de Transilvania"), intertextos dispares ("la lista de Schindler o en los expedientes X") y acusaciones contradictorias. La Teoría de la Recepción de Jauss e Iser se ve aquí dinamitada; nuestro "horizonte de expectativas" no es meramente desafiado, sino pulverizado. El lector no llena vacíos; navega un campo de minas semánticas, obligado a convertirse en un co-conspirador en la construcción de un significado que se sabe, de antemano, inestable y fraudulento.
Esta inestabilidad se manifiesta en una polifonía de estilos lingüísticos que exige un análisis desde la semiótica de Charles Morris y la psicolingüística. La dimensión sintáctica del texto es deliberadamente esquizofrénica: transita sin aviso desde la jerga corporativa ("bussines", "Wall Street") y el lenguaje burocrático-militar ("los mejores puntajes alfanuméricos, en la West Point") hasta el balbuceo telegráfico y casi demencial ("Cuadrante, curtido. Puertas de rejas oxidadas"). Esta sintáctica no es un descubierto, sino la representación misma del estado mental del héroe y del sistema que lo produce. En la dimensión semántica, los signos se desacoplan de sus significados canónicos. Batman ya no es un símbolo de justicia; es "socio de los carteles", "carnada en el anzuelo", "un maniquí para los dextros torturadores". La afirmación lapidaria, "La ciudad gótica, siempre va a ser Washington", es el clímax de esta resignificación: el mito se ancla a la cruda geopolítica, y la ficción es expuesta como un "negocio, para maquillar los secretos del Estado". La dimensión pragmática —el efecto sobre el receptor— es una desorientación calculada. El lector es zarandeado entre registros, obligado a procesar la parodia (Robin "soñó con ser astronauta") junto a la crítica más severa (Batman como "cómplice del sistema, colaborador de crímenes en medio Oriente"). Psicolingüísticamente, el texto induce un estado de sobrecarga cognitiva, forzando una lectura no lineal, asociativa, paranoica, muy similar a la experiencia descrita por Thomas Pynchon en El arco iris de la gravedad.
Este colapso del símbolo individual encuentra su eco sociológico perfecto en la "modernidad líquida" de Zygmunt Bauman. En la sociedad líquida, las identidades sólidas y los compromisos a largo plazo se disuelven en un flujo de conexiones temporales y proyectos descartables. Batman, el ícono de la permanencia y el juramento eterno, se convierte aquí en un producto de su época: "sucedáneos actores de pacotillas y de calibrajes mercantiles" lo reemplazan, su identidad es subastada "en pagos mensuales", e incluso su género es intercambiable, con "bellota, la chica superpoderosa en versión femenina" como su sucesora. Él es el epítome del individuo líquido, una "remoción de piezas de ajedrez político", un activo que, una vez depreciado, es desechado. Su heroísmo no fue una vocación, sino un "anclaje" temporal, una estrategia de mercado de las "compañías cinematográficas" y una herramienta de limpieza de imagen para el "Pentágono". Como ha señalado Carlos Fuentes al analizar la cultura de las Américas, los mitos no mueren, sino que son perpetuamente reciclados, mercantilizados y, en este caso, licuados hasta convertirse en otro producto de consumo en el supermercado global del poder.
Toda esta deconstrucción semiótica y sociológica converge en un diagnóstico psicológico que funciona como metáfora última. El dictamen médico de "hiperpatología: enfermedad mental, bajo el umbral de esquizofrenia" no es simplemente el destino de un personaje, sino la condición intrínseca del propio texto y del mito que desarticula. La esquizofrenia, con su disociación del pensamiento y la emoción, con su fragmentación de la realidad, es la patología perfecta para un signo que ha sido vaciado de su significado coherente. El confinamiento final de Batman en un cubículo con "rejas oxidadas, x 1 cama sostenida, x alambres de cables de TV" es la imagen terminal de un significante agotado. No se le mata, pues eso le otorgaría un final trágico y, por tanto, un sentido. En su lugar, se le arroja "al olvido de una celda", un destino mucho más cruel en la era de la información. Es la "falsedad del silencio" tras el estruendo mediático. El murciélago, ahora anémico, senil y olvidado, no es más que el residuo de una compleja operación cultural, un espectro que ya no persigue criminales en la noche, sino los jirones de su propia narrativa en el laberinto de una memoria desmantelada. El "Lado B" de Pandolfi, pues, no es solo una parodia; es la autopsia brillante y brutal de un ícono, demostrando que en el capitalismo tardío, el destino más aterrador para un héroe no es la muerte, sino la irrelevancia.
III.
La obra de Oscar Sierra Pandolfi, y en particular esta tercera versión de su relato sobre "namtaB", emergen no como un mero ejercicio lúdico, sino como un artefacto semiótico de formidable complejidad. El texto se nos presenta invertido, en una escritura especular que funge como la primera y más agresiva barrera de entrada. Este no es un simple capricho estilístico; es una declaración de guerra contra la pasividad del lector, un gesto que nos obliga, en el acto mismo de la decodificación, a participar en la disección del mito. Aquí la obra exige “un tipo de atención que en otros tiempos se reservaba a la plegaria”. La lectura deviene criptografía, una actuación cognitiva que precede y condiciona toda interpretación.
Desde la perspectiva de la Teoría de la Recepción, acuñada por la Escuela de Constanza, Pandolfi dinamita violentamente el "horizonte de expectativas" del lector. Esperamos una narrativa lineal sobre un ícono de la cultura pop, pero recibimos un palimpsesto disléxico. La frase inicial, “namtaB icnuneró la
ojelpmoc lor ed orellabac ed al ehcon” no solo nos informa de la renuncia de Batman a su rol; nos obliga a experimentar esa renuncia a nivel neuronal. El esfuerzo psicolingüístico para "enderezar" las palabras, para reconstruir el significante y acceder al significado, mimetiza la propia lucha del personaje contra la disolución de su identidad. El lector no lee sobre la fragmentación; la padece. Este es el punto exacto donde la forma no solo contiene el mensaje, sino que es el mensaje, una encarnación brutal del medio como masaje de McLuhan.
Si aplicamos la tríada semiótica de Charles Morris, el análisis se vuelve aún más revelador. El signo (el texto invertido) es deliberadamente anómalo. Su designatum (el concepto de Batman) no es el héroe monolítico de DC Comics, sino una entidad post-traumática, un eco, un “hrepuséeor ateracsam
argen” envejecido y aquejado por “le síemordn ed hzlaéremi”. El verdadero poder reside en el interpretante: el efecto en el receptor. Este efecto es una profunda desorientación que da paso a una conciencia crítica. Nos percatamos de que Batman, como cualquier signo, es arbitrario y maleable. Pandolfi lo despoja de su referente heroico y lo recontextualiza como un producto fallido del sistema, un “cómplice del sistema,
colaborador de crímenes en medio oriente”.
Aquí es donde el método de Roland Barthes nos proporciona el instrumental decisivo. Pandolfi nos entrega un texto scriptible (texto escribible) en su forma más pura. La "muerte del autor" es superada por la muerte del propio texto como entidad estable. El lector se convierte en coautor forzoso, no por elección interpretativa, sino por necesidad mecánica de reconstrucción. Cada frase invertida es una invitación a la reescritura, y en ese acto, el mito se desmorona. Batman ya no es Val Kilmer o Christian Bale; es una cáscara vacía, “odajopsed led lor ed namtaB” una función intercambiable en una maquinaria de poder mucho mayor, una que huele a “llaW teertS”, al “onacitaB” y a la “asaC acnalb”. Esta paranoia sistémica, revela al héroe no como un baluarte contra el caos, sino como un síntoma y un agente del mismo “una carnada en el
anzuelo de los intereses políticos”.
Esta disolución del héroe en un sistema opaco y conspirativo es un reflejo perfecto de la "modernidad líquida" de Zygmunt Bauman. Batman, el símbolo de la solidez, del orden patriarcal y del capitalismo justiciero, se licúa. Su identidad se vuelve fluida, inestable, una serie de diagnósticos (“hiperpatología:
enfermedad mental, bajo el umbral de esquizofrenia”) y confesiones contradictorias. La estructura sólida del mito se derrite ante nuestros ojos, dejando un residuo de ambigüedad. Como en la sociedad líquida de Bauman, las identidades ya no son proyectos de por vida, sino tareas efímeras. Batman puede ser reemplazado por “atolleb, al acihc asoredoprepus” (Bellota, de Las Chicas Superpoderosas), un giro de humor negro que subraya la intercambiabilidad y la banalización final del arquetipo heroico en el mercado de la cultura.
El aspecto psicológico de la obra es su golpe de gracia. Al forzar al lector a navegar un texto que se resiste, Pandolfi induce un estado de disonancia cognitiva que refleja la psique fracturada del propio personaje. La experiencia de lectura es esquizofrénica, un diálogo constante entre la palabra invertida y su fantasma "correcto". “¿Por qué está en prisión?”, pregunta un periodista. La respuesta de Batman/namtaB es la respuesta del texto mismo: “Fui cómplice del sistema”. El relato no es una biografía del héroe caído; es un expediente clínico, un informe de autopsia de un mito. La escritura especular no es un truco, es el espejo roto en el que se refleja nuestra era post-heroica. Al final, el lector no solo ha descifrado un cuento; ha sido sometido a un procedimiento, emergiendo con la certeza inquietante, muy al estilo de Carlos Fuentes en sus laberintos de poder, de que los monstruos y los héroes no son más que roles intercambiables en el vasto y cínico teatro del poder global, donde incluso un ícono como Batman es apenas un “etneivris
ed tío maS”.
IV.
Un texto, sostenía Barthes, no es una línea de palabras que liberan un único significado "teológico", sino un espacio multidimensional donde se casan y se contestan una variedad de escrituras, ninguna de ellas originales. Es un "tejido de citas" extraído de los innumerables centros de la cultura. El fragmento de Oscar Sierra Pandolfi, “Lado D” de su saga polimórfica sobre Batman, se presenta no tanto como una narrativa, sino como un acelerador de partículas semióticas, una vorágine donde el ícono del Caballero Oscuro es bombardeado con referentes dispares hasta su total fisión. Analizar esta cuarta versión es emprender un ejercicio de arqueología posmoderna, excavando en las ruinas de un mito para revelar no una verdad oculta, sino la maquinaria misma de su construcción y, más crucialmente, de su desmantelamiento en la era de la modernidad líquida. Pandolfi, con una precisión que oscila entre lo lúdico de Calvino y lo paranoico de Pynchon, nos obliga a ser cómplices en la autopsia de un símbolo.
El proyecto de Pandolfi se anuncia desde el título de su colección, Cuentos para burlarme de los lectores, un guante arrojado que activa de inmediato las teorías de la recepción. Jauss y su "horizonte de expectativas" son dinamitados desde la primera frase. El lector se acerca esperando al "complicado caballero de la noche", pero se encuentra con un "vampiro afectado por sarna y sarampión" que sufre de "Alzheimer y demencia senil". Esta brutal subversión no es meramente paródica; es una estrategia deliberada para desplazar al lector de su rol pasivo. Se nos exige coproducir el significado a partir de un collage vertiginoso. El autor se retira, dejando un campo de juego donde el Joker es un "mago de Oz", Robin "salió del clóset", y el propio Batman, despojado de su agencia heroica, es superado en potencial actoral por "Piolín y Silvestre". El lector, buscando coherencia, se convierte en el detective que Ciudad Gótica ya no tiene, tratando de ensamblar una narrativa a partir de escombros culturales que incluyen a Bram Stoker, Tarzán, los Dukes of Hazard, la isla de Ellis y la lista de Schindler.
Aquí es donde la semiótica de Charles Morris ofrece un andamiaje analítico insustituible. El signo "Batman" se descompone en sus tres dimensiones. Sintácticamente, las relaciones entre los signos son caóticas y anárquicas: Batman (signo A) se relaciona con Drácula (signo B), con un paciente de esquizofrenia (signo C), con un peón del Pentágono (signo D) y con una futura interpretación por "Bellota, la chica superpoderosa" (signo E). Esta sintaxis fracturada es el lenguaje de la psicosis que el texto describe, un trastorno del discurso que refleja un trastorno del ser. Semánticamente, el referente de "Batman" se licúa. Ya no señala a un justiciero millonario, sino a una patología clínica ("hiperpatología"), a un activo geopolítico ("asistente de Tío Sam"), y finalmente, a una propiedad subastada ("Todas sus pertenencias se llevaron a una subasta pública"). El signo permanece, pero su ancla con la realidad mítica ha sido cortada. Es en la dimensión pragmática —el efecto del signo en su intérprete— donde el texto revela su filo más pynchoniano. La interpretación que se nos impone es una de paranoia sistémica y conspiración global. La confesión final, "Fui cómplice del sistema", transforma a Ciudad Gótica en una alegoría de Washington, y al Baticano en una irónica alusión al poder centralizado y dogmático. Batman no es un héroe que combate el crimen; es el crimen, legitimado y empaquetado para el consumo masivo.
Esta disolución de la identidad resuena profundamente con la "sociedad líquida" de Zygmunt Bauman, donde las identidades sólidas y duraderas se derriten ante la precariedad y la fluidez de las conexiones. El Batman de Pandolfi es el sujeto líquido por excelencia. Su identidad no es una esencia, sino una serie de roles intercambiables: superhéroe, paciente, veterano, espía, marca comercial. Le "quitaron el papel de Batman", una frase que implica que "Batman" nunca fue una identidad, sino un trabajo temporal, un disfraz que, como sugiere la mención a Kilmer, Keaton y Bale, es internamente transferible y devaluable. El estilo lingüístico, un pastiche que funda la jerga clínica ("umbral de esquizofrenia"), el lenguaje corporativo ("marcas oligopólicas"), el argot pop ("salió del clóset") y el discurso geopolítico ("delitos en Oriente Medio"), es el dialecto de esta modernidad líquida, donde ninguna esfera mantiene su autonomía. La prosa de Pandolfi, al estilo de un David Foster Wallace despojado de sus anhelos de sinceridad, se deleita en estas colisiones, usando notas a pie de página mentales para conectar a Neil Armstrong con la homosexualidad latente y a los villanos de cómic con los políticos sudamericanos.
Comparado con sus contemporáneos posmodernos, Pandolfi practica una guerrilla literaria, fabrica artefactos explosivos improvisados. Su escritura es más concisa, más brutalmente directa en su deconstrucción. No se pierde en la vastedad del sistema; lo encapsula en una celda oxidada cerca de la isla de Elis y lo obliga a confesar. Su Batman no es un mero personaje deconstruido, sino un prisma a través del cual se refracta la relación de poder entre Estados Unidos y América Latina, una crítica poscolonial envuelta en papel de cómic. La declaración "Ser Batman me sirvió de apoyo. Un cambio de piezas en el ajedrez político" es la tesis central, desnuda y sin ambages.
El texto nos aboca a una paradoja psicológica. La locura de Batman, su diagnóstico de esquizofrenia, se presenta como una "farsa del silencio". Su verdadera confesión, su momento de lucidez aterradora, es admitir su cordura y complicidad: "Fui cómplice del sistema y colaborador en delitos en Oriente Medio". El giro final, donde promete seguir "engañando tanto a los espectadores como a reporteros veteranos", anula cualquier catarsis. Nos deja atrapados en un bucle hermenéutico: la confesión es quizás el engaño definitivo. El estado psicológico que Pandolfi explora no es la locura del individuo, sino la locura de un sistema que requiere máscaras heroicas para ocultar sus crímenes. Batman no está encerrado por estar loco, sino por haber amenazado con decir la verdad. Su liberación final, con un "pasaporte nunca antes visto", no es libertad, sino su reinserción en la máquina de la inteligencia y la manipulación, un fantasma condenado a servir a Tío Sam en la guerra perpetua por el petróleo y la influencia. El murciélago nunca escapa de la cueva; simplemente aprende que la cueva es el mundo entero.
V.
En el vertiginoso archipiélago de la literatura posmoderna, donde las narrativas maestras se ahogan en un mar de escepticismo y la autoría se disuelve como una tableta efervescente, el artefacto textual de Oscar Sierra Pandolfi titulado "Manbat y sus bisgocios como sirviente de Tío Sam (Lado E)" no se presenta tanto como un cuento, sino como una zona de impacto semiótico; una autopsia en vivo practicada sobre el cadáver de un ícono cultural. Leerlo no es seguir un hilo, sino navegar un campo de minas lingüísticas diseñado para detonar cualquier "horizonte de expectativas" que el lector, ingenuamente, traiga consigo. Nos encontramos ante un objeto que exige ser analizado no por lo que dice, sino por lo que hace a la propia maquinaria del lenguaje y la recepción, un ejercicio que nos obliga a invocar a Barthes, a Bauman, y a los espectros de la psicolingüística para cartografiar su deliberado caos.
Desde la perspectiva de la Estética de la Recepción, teóricos como Hans Robert Jauss argumentarían que Pandolfi no escribe para satisfacer, sino para frustrar. El texto es un acto de agresión contra la lectura pasiva. Es, en el léxico de Roland Barthes, un texto que se niega a ser meramente consumido. El lector no es un invitado, sino un cómplice forzoso en la construcción (y deconstrucción) de sentido. Cada frase es una bifurcación, un silencio. El "caballeiro darkoscuro con una kapa grane" es una provocación directa a nuestra memoria ortográfica y fonética, un acto de sabotaje que nos obliga a renegociar el pacto de legibilidad a cada instante. El multilingüismo caótico —un español fracturado que se codea con el francés (“ceux qui se connaissent”), el ruso (“Денщик”), el chino (“白宫”), el portugués (“pintaram-no de preto”), el italiano (“Tuttavia”) y hasta el griego (“υδραυλικά”)— no es un mero adorno cosmopolita; es el motor central de la desintegración. Como diría Italo Calvino, es una "máquina para multiplicar las narraciones", pero aquí, las multiplica hasta el punto del colapso entrópico.
Aquí es donde la semiótica de Charles Morris se vuelve una herramienta indispensable. El signo "Batman" está siendo sometido a una fisión nuclear. El significado (la palabra, la imagen del murciélago) permanece, pero su significado (el objeto al que se refiere) entra en un estado de fluctuación cuántica. Es un héroe retirado con Alzheimer, un paciente psiquiátrico "muy cerca de la esquizofrenia", una herramienta de la CIA ("una máquina de destrucción, manejada y observada por el Pentágono"), un actor fracasado, un informante, y finalmente, un títere de los intereses petroleros y los carteles. No hay Batman; hay una nube de probabilidades de Batman. El interpretante —el efecto en la mente del receptor—es, por tanto, una disonancia cognitiva radical. La labor psicolingüística del lector se convierte en una tarea hercúlea: el cerebro, programado para buscar coherencia y patrones, es bombardeado por un flujo de datos contradictorios que impiden la formación de un esquema mental estable. El texto induce, deliberadamente, una especie de esquizofrenia del signo.
Este colapso del personaje-símbolo es un reflejo perfecto de lo que Zygmunt Bauman denominó "modernidad líquida". En la sociedad líquida, las identidades ya no son sólidas ni duraderas; son fluidas, precarias, ensambladas y desensambladas a conveniencia. El Batman de Pandolfi es la encarnación última de este hombre líquido: su biografía es un pastiche de rumores ("Viene de Transilvania"), sus lealtades son transaccionales ("un sirviente del tío Sam"), y su misma esencia es subastable ("Todas sus pertenencias se subastaron públicamente"). La frase lapidaria, "Gotham siempre será Washington", no es una simple revelación dentro de la trama; es la tesis sociológica del texto, el mito norteamericano es absorbido y regurgitado con una conciencia periférica y crítica, revelando la superestructura política que se esconde bajo el disfraz del entretenimiento de masas.
Al compararlo con sus contemporáneos posmodernos, Pandolfi comparte la ansiedad informativa y la fascinación por la cultura pop de un David Foster Wallace —uno casi puede imaginar una nota a pie de página de tres páginas explicando la genealogía del Batimóvil—, pero su método es más brutalmente performativo. Mientras que otros describen la fragmentación, Pandolfi la inscribe directamente en la sintaxis. Su prosa no habla sobre el caos; es el caos. Es menos un análisis de la condición posmoderna y más un síntoma virulento de la misma. La pregunta final del texto, "¿Por qué no acusaron a otros superhéroes?", seguida de la evasiva, "Solo la persona que me creó puede responder eso", es la apoteosis del método barthesiano: la muerte del autor se convierte en una coartada, un mecanismo de ocultamiento dentro de la propia ficción.
Psicológicamente, la experiencia de leer a Pandolfi en esta versión es agotadora y, paradójicamente, liberada. El texto nos arrastra a un estado de alerta paranoica, donde cada palabra podría ser una clave o una pista falsa en una conspiración global. La conclusión no ofrece catarsis, sino un residuo de sospecha. Batman promete "continuar a enganchar al público", confirmando que la verdad es una mercancía más, tan fluida como el petróleo para el que supuestamente trabaja. Al final, el lector no sale con una nueva comprensión de Batman, sino con una profunda desconfianza hacia los mecanismos con los que se construyen todos los héroes, todas las naciones y todas las historias. El texto es un ancla, sí, pero una que nos arroja a las profundidades inestables de un mundo donde ser un héroe "was the best way to escape Wall Street". La última mueca es para nosotros: los lectores, los creyentes, los cómplices del engaño.
Melvin Salgado


SEXOFÓN PARA UNA MELODÍA PROHIBIDA MELVIN SALGADO

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COMPARTIMOS EL BLOG DEL ESCRITOR JUAN CARLOS VASQUEZ DE SU PAGINA HEREDEROS DEL KAOS

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OSCAR SIERRA PANDOLFI NOVELA FRACTAL&RIZOMA OSCAR SIERRA PANDOLFI NOVELA FRACTAL&RIZOMA
