CÓDIGO CUÁNTICO    RELATOGRAFOS     MELVIN SALGADO. LA NUEVA NARRATIVA POSMODERNA HONDUREÑA

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Un amén silencioso

 El sol se derrite lentamente sobre la ciudad tras un reflujo naranja sangrante que tiñe los edificios de piel fúnebre. Siento la pesadez del tiempo acumulada en mis osamentas y un cansancio. A mi alrededor, la gente se apresura con sus caras adormecidas bajo el abanico de la duda y, sus ojos fijos extraviados en el horizonte del cosmos, que solamente ellos pueden ver. No sé qué es lo que me trae hasta aquí, a este espacio desierto, donde una estigia de piedra y bronce se alza como un espectro entre la superficie de juguetones hologramas gammas que se difuminan en la verticalidad de exoplanetas sin nombre. Un monumento a la memoria se desplaza sobre las vértebras de la historia robada. El pasado de astros muertos se diluye en la bruma del destiempo. La ciudad es una colmena cósmica de almas perdidas en un hormiguero de afanes, de sueños rotos y deseos ahogados.

Miro el cielo que forma el éxtasis surrealista de un lienzo salpicado de nubes que se desarman en el horizonte. Me siento extrañamente tranquilo, absorto en la contemplación, espectáculo repetido. Un silencio denso flota en un vacío que no exhorta al delirium tremens de lunas juguetonas. Las palabras me abandonaron hace millones de años luz. No hay palabras que puedan expresar este vacío de abismales agujeros negros. Esta soledad que se hunde en el corazón y se propaga como una peste negra. El lenguaje es un engaño de signos alfabéticos asesinos, el regodeo de un juego de apariencias que busca ocultar la fragilidad del no ser.

La frase irrumpe de poliédricos abejones de luces electromagnéticas se redundan en el pentagrama envejecido de mi mente y con la fuerza fotónica de un rayo astro dinámico: 'Que mi última palabra sea un amén'; un susurro de una boca fallecida que se desvanece en la neblina de la nébula espiral de un planeta gemelo llamado Gliese 667 Cc. Un amén de líneas laser se vierten entre pingüinos iónicos que navegan en las nubes subatómicas de un agujero de gusano que huye de la tortuga universal, y me confío a lo que suceder, a la vida de un acuario de moléculas danzarinas en el espectáculo de Orión, a la muerte de la enana amarilla por espinosos spin de hielo, a la inmensidad del universo de ángeles con tridentes pedernales que nos contiene con la tragedia griega de una galaxia que agoniza entre guerra de meteoros malvados que juegan a chocar en el rostro de arcoíris humanos. No busco respuestas absurdas en la hipotenusa de Platón en un punto de paz en el multiverso y en este mar de incertidumbres que se adhieren en enigmas de árboles de luces eclesiásticas en el trampolín del divino. Un punto donde la razón y la fe se unen en un abrazo silencioso, donde la fragilidad del ser se funde con la inmensidad del universo.

La noche avanza sobre eólicos instantes, me detuve entre paréntesis de hollines subatómicos sobre mi traje de astronauta y vi la alegría de flor del planeta gemelo del globo terráqueo llamado TOI 700 d, está devorando la luz del día entre relojes antiguos en un espiral de continuas aristas malévolas. Yo permanezco como estatua sideral, como un romboide con los ojos de fuego, aquí, en la sombra ese satélite de seres inanimados y  con un amén silencioso en mis labios. Un amén a la vida, a la muerte, a la nada, a todo lo que es y lo que será.

El Fahrenheit del verso

 La poesía es una supernova de las gramáticas siderales. Una epifanía en la última estación aeroespacial de un olvido furibundo, un rayo de luz eterna en la agonía de seres cósmicos vestidos de hologramas perversos. Antes, solamente había un vacío de afónico púlsar y un eco de silencio que se tragaba las palabras de protones con alas de mariposas marsupiales en el jazz de una marejada de estrellas heridas y las devoraba sin dejar dactiloscopia de mudéjares en la piel de la luna. Ahora, ellas se esparcen en la entelequia de mi mente y una multitud de ángeles desaliñados e inquietos claman por ser liberados de prisiones en la antimateria del tiempo fugaz.

Las palabras son cuchillos de una bola de fuego termonuclear. Afiladas ensillas subatómicas y frías constelaciones de recuerdos en la memoria corta de una luna marciana, desgarran el tejido de la realidad que se expande en los rocallosos satelitales, dejan huellas sangrantes en el alma de clérigos vagabundos con candelabros interplanetarios. Yo, que soy un exiliado de la lógica de planetas alineados en una noche veraniega terráquea, un vagabundo en el desierto de flores carnívoras en un bastón de clorofilas lésbicas y me refugio en la poesía, un oasis de sufrimiento y belleza.

Emplear palabras es tan cruel como quemar los ojos. Es un acto de masoquismo, un goce en la tortura. La verdad es un tormento, un dolor que se anida en el fondo de mi estómago, una nube de alquitrán que me ahoga con cada aliento.

Escribo, grito, susurro, lamen las heridas que la vida me ha infligido, pero cada palabra es un nuevo azote, una flagelación que me atrapa en la red de la conciencia.

Soy un escriba condenado a escribir lo que no debe ser escrito, un artista que pinta con la sangre de su propia alma. La poesía es mi destino, mi salvación y mi condena. En este laberinto de palabras que me devora, no hago más que aceptar mi suerte: la quemadura del verso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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